Este relato gira alrededor de la figura de Gilles de Retz, mariscal francés ejecutado y acusado de beber la sangre de cientos de niños, convencido de las teorías de Juan Treriel acerca del poder rejuvenecedor de la sangre. Pero también de Marie, la niña que Adèle, servidora del Mariscal, encontró abandonada en un bosque. Gilles la tratará como a una hija y le confiará muchos secretos. Adéle le habla a Marie de la vida de Gilles, de la que tiene noticia a través de Robert, amigo de la infancia del Mariscal. Pero también sabremos de la convicción de Marie, heredada de Gilles, de que la sangre es un elixir que proporciona la inmortalidad, por sus cartas a Adèle y por un diario. En medio de esto, un inquietante ganso pardo aparece y desaparece. Una historia deudora del Drácula de Stoker, no solo por la relación con la leyenda de los chupasangre, sino por la diversidad de voces e historias narradas.
Este relato gira alrededor de la figura de Gilles de Retz, mariscal francés ejecutado y acusado de beber la sangre de cientos de niños, convencido de las teorías de Juan Treriel acerca del poder rejuvenecedor de la sangre. Pero también de Marie, la niña que Adèle, servidora del Mariscal, encontró abandonada en un bosque. Gilles la tratará como a una hija y le confiará muchos secretos. Adéle le habla a Marie de la vida de Gilles, de la que tiene noticia a través de Robert, amigo de la infancia del Mariscal. Pero... Seguir leyendo
El ganso pardo
Poco antes de que reclamasen la presencia del mariscal, Marie vio al ganso pardo. Nunca antes se había fijado en él, pero el ganso parecía mirarla de reojo mientras caminaba marcando siempre el mismo recorrido, como un centinela. Marie quiso avisar a alguien, aunque no la tomasen muy en serio. Se sitió enferma. Notó un escalofrío en el pecho, un latido en la espalda. Después llegaron a buscarlo al Mariscal y Marie estaba delante cuando le leyeron la orden de arresto, con ganas de que alguien más descubriese la presencia del amenazante del ganso pardo, aunque no era buen momento para sus preocupaciones. El Mariscal tenía las suyas propias. Asentía a lo que le iban relatando, más por inercia que por confesión. Marie no oía las palabras del emisario, sino el sonido de las manos pálidas del Mariscal jugando con una piedra que le dejaba en los dedos reflejos de color sangre