La intriga por saber quién es la vecina nueva, los planes para llamar su atención, cómo hacer para conocerla… por fin, la genial invención de tiempos ancestrales que felizmente nunca pasa de moda, los reúne a la distancia para compartir un secreto inesperado. Vania y los planetas es una historia en cuenta regresiva que invita a la memoria a pasear por tiempos de abuela, de naranjos en flor, de sonrisas grandes, de besos mágicos, de largas esperas, de soledades profundas, de silencios espesos. Dolorosos tiempos de ventana cerrada, ciega, maligna, que provoca pensamientos decepcionantes. Dibujos interminables de mundos posibles, lejanos, que representan una salida al dolor infinito que produce el no poder hablar:
“-Entre todas las cosas prohibidas –dijo- la más importante, la más prohibida de todas, es hablar. ¡Ni una palabra de lo que sabemos!”
En esta novela, el protagonista pasa la mayor parte del tiempo en soledad, quizás por eso narra hechos cotidianos desde una mirada peculiar. Y las ilustraciones en blanco y negro, algunas de página completa y otras pequeñas como viñetas que destacan objetos importantes de cada capítulo, simbolizan las percepciones de este narrador pueril que es atravesado por situaciones que no termina de comprender.
Pero antes de llegar al final de la cuenta regresiva, nos ofrece un desenlace imprevisto que sorprenderá a chicos y a grandes.
La intriga por saber quién es la vecina nueva, los planes para llamar su atención, cómo hacer para conocerla… por fin, la genial invención de tiempos ancestrales que felizmente nunca pasa de moda, los reúne a la distancia para compartir un secreto inesperado. Vania y los planetas es una historia en cuenta regresiva que invita a la memoria a pasear por tiempos de abuela, de naranjos en flor, de sonrisas grandes, de besos mágicos, de largas esperas, de soledades profundas, de silencios espesos. Dolorosos tiempos de... Seguir leyendo
Vania y los planetas
DIEZ
Los padres de Vania trabajan de descubrir planetas.
Vania es mi vecina. La ventana de su cuarto queda frente a la ventana del mío, al otro lado de un precipicio. Son cinco metros de distancia, y en el medio siete pisos de caída hasta el patio de la planta baja.
Por eso, por las ventanas, nos conocemos.
El departamento de Vania estuvo vacío mucho tiempo, la persiana siempre cerrada: un ojo ciego. Yo miraba esa ventana y la sentía destinada a cosas importantes. Pero no sabía cuáles. Mientras, jugaba a que ahí estaba el laboratorio de un científico loco, o que crecían larvas de una especie extraterrestre que venía a conquistar el planeta.
Jugaba solo, porque la ventana no hacía nada. Cuando el científico creaba el elixir de la inmortalidad, las tablillas despintadas me devolvían una luz triste. Aunque las larvas se convirtieran en avispas gigantes y planearan usar la ventana como entrada para invadir el mundo, el marco de metal negro, angosto, no alcanzaba ni para sostener a las palomas.