La mandrágora de las doce lunas
Siempre intentaba adoptar un rostro sonriente. Ni siquiera los golpes más dolorosos del destino -que no habían sido pocos- le habían disuadido con el paso de los años para que dejara de comportarse de esa manera. En aquellos instantes aquella expresión risueña se le había borrado casi totalmente de la cara, aunque forzoso es reconocer que no era para menos. La áspera soga de burdo cáñamo que se apretaba alrededor de su cuello le causaba una desazonante escocedura. Sumado al copioso sudor que le resbalaba por el rostro hasta el pecho, el inclemente trozo de cuerda le estaba levantando la piel dibujándole una raya rojiza en torno a la nuca y la garganta. Pero lo peor no era el tacto cortante de aquel instrumento de ejecución, sino la sensación de asfixia que se iba apoderando de su pecho poco a poco, pero de manera inevitable.