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Libros con biberón


Últimamente asistimos a una oferta de libros destinados a los bebés, libros impresos sobre telas, sobre plásticos, sobre maderas. Libros sedosos, no tóxicos, que parecen indestructibles, cual Titanic. Esa oferta editorial está orientada fundamentalmente hacia los padres –y en menor medida hacia los abuelos— que acaban de graduarse de tales, que hacen su debut en el desempeño de ese papel. Aunque, si afinamos la mirada, diremos que no a todos los padres sino a aquellos que se interesan porque sus hijos sean lectores cuando mayores. Y los compran para sus pequeñines en la idea de que los libros de estas características les permitirán familiarizarse con los libros, aprender de a poco que las páginas se pasan desde la derecha hacia la izquierda –o al revés, según la cultura-, que posamos las miradas sobre las mismas de izquierda a derecha, primero en una y luego la siguiente, damos vuelta a la página y otra vez reiniciamos esa aventura de recorrer el libro con cierta direccionalidad y con cierta intención.
 
Un libro es, en nuestros días, un conjunto de láminas impresas que llamamos páginas, por lo general de formato rectangular o cuadradas, sujetas entre sí por solo uno de los lados, y que proponen una secuencia. A esta somera descripción sería necesario incorporar los libros electrónicos (e-books), obras que pueden leerse en una pantalla pero siempre respetando la secuencia de los libros tradicionales. Es decir que parece tener más importancia la presencia de una secuencia dada que el material soporte, por ejemplo. No parecen tan relevantes la presencia de palabras, ni la impresión en papel o la presencia de imágenes. Por eso no es un libro la página de inicio de Google, ni las ofertas de fin de semana de un supermercado. Y tal vez nos ponga en apuros pensar en la guía de teléfonos de una ciudad, sin desear entrar en este punto, si consideramos que no es un libro tampoco lo sería el Diccionario de la RAE… Lo que demostraría que una colección de palabras es más prestigiosa que una colección de usuarios de teléfonos.
 
Pero volvamos a los bebés y a los libros. No tenemos que perder de vista que lo que hace lectores no son los libros sino las historias, su poética, su contenido. La mayoría de los libros dirigidos a este segmento etario, muestran colecciones de imágenes con un hilo temático, más o menos estricto. Pongamos por caso los animales de la granja, los juguetes o los medios de transporte. Por lo común presentados a través de dibujos de corte más o menos realista, a veces apelando a un sincretismo que simplifica los animales u objetos representados, características que acercan a estas representaciones a estereotipos, a clichés. Estos libros están pensados desde los adultos, y no desde los intereses del receptor: ningún niño de 6 meses de edad, por ejemplo, necesita distinguir un pavo de una gallina, un bus de un coche y en cuanto a las diferencias entre una pelota y una muñeca, ya las conocía y no precisaba de un libro que se lo explicara. No le cuentan al lector una historia, no le dicen algo que lo conmueva, que lo emocione, que lo movilice internamente.
 
Los libros para bebés están más cerca del mundo de los juguetes que del mundo de los libros. Al punto de que muchos de esos libros están hechos por fabricantes de juguetes y no por editores. Esto no quiere decir que desvaloricemos a los juguetes. Todo lo contrario. Los niños necesitan de juguetes, todos los niños del mundo, porque son objetos a partir de los cuales ellos construyen conocimiento sobre el mundo que les rodea. No son artículos de lujo, sino elementos necesarios, imprescindibles. Por eso un niño nacido en un contexto de pobreza extrema, sea en el África, en América Latina o en Asia, si no tiene juguetes los inventa con el polvo del suelo, una simple y elemental china o algún trozo de una rama.
 
Lo que decimos es que estos objetos símil libros son juguetes, chupables y mordibles como el que se precie de tal. Y que es un argumento de buen vendedor esto de que familiarizan al niño o niña con el objeto libro, con su direccionalidad y su secuencia. Porque ser lector no es una cuestión de entrenamiento, de adiestramiento, sino una cuestión educativa, un aprendizaje que se vincula con una necesidad, con un deseo. Y se desea un plato de comida, para saciar el hambre, pero también se desean el afecto y la seguridad que dan los padres y los relatos ficcionales que a través de personajes y situaciones que no existen permiten al lector (o al oyente) comprender más y mejor las situaciones y los personajes que sí existen en la realidad.
 
No hay ninguna investigación que dé cuenta de una correlación entre haber tenido estos libros en tiempos de lactantes y haberse perfilado como lectores en ninguna de las etapas posteriores. Lo que sí sabemos, empíricamente, es que los padres que compran estos libros son personas que valoran los libros como objetos culturales y que del mismo modo desean que sus hijos se construyan como lectores. Los padres que compran estos libros, cuando el niño crece, muestran una tendencia a comprarles libros convencionales (en soporte papel).
 
Nótese que hasta acá nos referimos a esos libros con pretensión de autonomía, a esos ejemplares que se orientan a instalar a los libros como objetos naturales en la vida de los bebés. No es extensivo lo dicho a la lectura o a la narración que los adultos pueden destinar a un niño. Allí estamos hablando de otra cosa mucho más rica y compleja. Desde la comunicación afectiva tan intensa que se ve a simple vista en la escena de una mamá o un papá o uno de los abuelos con un pequeñín sentado sobre la falda y un libro abierto entre ambos. Y en ese intercambio aparecen elementos de gran riqueza. En primer lugar la musicalidad de la voz del adulto, una musicalidad que se ve acompañada por los trazos y colores de las ilustraciones, contextuada por el acercamiento corporal de lector y oyente, la tibieza de ese momento que se traduce en un acto impregnado de ternura.
 
Otro caso, tal vez con una cuota mayor de magia, es el de la narración oral, de la narración sin lectura; esto es sin libro, aunque sí con un texto que llevamos dentro, que aprendimos de las generaciones precedentes, textos que conllevan la potencia de la identidad a través de ese acervo. “En nuestra familia (o en nuestro pueblo) lo decimos así: Qué llueva, qué llueva,/ la vieja está en la cueva…” Que no, que era la Virgen, tú lo dices mal, puede responder el otro, padre o madre. O: “Por el mar corren las liebres,/ por el monte las sardinas” Que no, mujer, que era “por la tierra las anguilas…” Esas variaciones que fue produciendo ese camino de piedras que es la transmisión oral.
 
En ambos casos, ya sea la lectura como la narración, hay una interacción con un adulto y hay unos elementos puestos en juego en simultáneo, como explicáramos anteriormente, que conducen a valorar ese acto y todo lo que se transmite en él, lo que sí sabemos que generan un vínculo positivo de ese niño pequeño con la lectura. Al punto de que los niños piden, a veces en su media lengua, con más gestos que palabras, la repetición de esa escena. Que es como si nos dijera “Léeme otra vez o Cuéntame otra vez”. Es decir que, nuevamente, comprobamos la importancia del mediador en la formación de lectores. En cualquier edad y latitud, hay un adulto que, como diría Daniel Pennac, “da de leer”.
 
Este texto es una colaboración de Carlos Silveyra
 
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