El caso del soldado desaparecido
Siempre que ceno huevos fritos tengo pesadillas. Pero no puedo contenerme, me gustan demasiado. Sobre todo los que trae doña Pura cuando vuelve de la sierra. Son gordos, amarillos...; brillan tanto que casi hay que comerlos con gafas de sol. La noche que empezó esta aventura estaba soñando que una enorme gallina con gafas de sol y cazadora de cuero rojo quería detenernos a mí y a Mario –el renacuajo de mi vecino– por haber robado siete sacos de maíz.