Mi primer amor y una bruja merodeando
Nacho Taboada decidía quién podía jugar y quién no.
Oyera gordo, al menor movimiento las camisetas se me enrollaban hacia arriba y mi ombligo salía a la luz. No podía evitarlo.
Nacho me llamaba Chuletón y si no le respondía no me dejaba jugar al fútbol. Odiaba que me llamasen así y cada vez que lo hacían me avergonzaba una barbaridad; me subía un no sé qué por la tripa y las orejas se me ponían rojas como un tomate. Aún así, prefería que me llamasen Chuletón a estar solo en el patio.