La joven desaparecida
Irene Doyle ahoga un grito. Se encuentra en el amplio y lúgubre comedor del hospicio Radcliff, en el distrito de Stepney, en el East End londinense, con la mirada clavada en un niño. La tenue luz de unas pocas velas ilumina la sala. El pequeño va descalzo y lleva un uniforme gris y gastado. Sus cabellos, de un rubio rojizo, están despeinados y no hay ni una sola uña de sus pies que no esté negra. El resto de los golfillos, alineados contra la pared, están fascinados ante la hermosa y joven visitante que, con su vestido de color violeta, les parece como salida de un cuento de hadas. Sin embargo, ese niño flacucho mantiene la vista baja.