La acidez que destila la poesía social del alemán Bertolt Becht solo es comparable a la crudeza del tiempo que le cupo vivir. Las tensiones que se manifestaron durante el periodo de la República de Weimar presagiaban la instauración del totalitarismo fascista: la derrota bélica de 1918, la desorbitada inflación, el clima de corrupción generalizada y el ascenso del nazismo habían convertido el país en una peligrosa amalgama de pobreza, resentimiento y xenofobia. En su juventud, Brecht fue espectador privilegiado de esa realidad, que combatió valiéndose de su teatro y de su poesía, que se convirtió en un potente artefacto de denuncia, quizá porque el autor comprendió pronto que -como advertía Edmund Burke- el problema no radica en la existencia del mal, sino en la complacencia transigente con el mismo de quienes no actúan para combatirlo. Esos burócratas holgazanes, terratenientes especuladores, políticos mendaces, maestros que prostituyen el conocimiento, jueces vendidos al poder, policías represores de civiles inermes y toda la terna de oscuros personajes retratados en este amargo poema, ejemplifican ese mal que los inocentes ensimismados consienten. Crítica feroz y necesaria.
La acidez que destila la poesía social del alemán Bertolt Becht solo es comparable a la crudeza del tiempo que le cupo vivir. Las tensiones que se manifestaron durante el periodo de la República de Weimar presagiaban la instauración del totalitarismo fascista: la derrota bélica de 1918, la desorbitada inflación, el clima de corrupción generalizada y el ascenso del nazismo habían convertido el país en una peligrosa amalgama de pobreza, resentimiento y xenofobia. En su juventud, Brecht fue espectador privilegiado de esa... Seguir leyendo
Balada del consentimiento a este mundo
No soy injusto, pero tampoco valiente.
Hoy me enseñaron el mundo tal cual es.
Me lo mostraron con un dedo ensangrentado
y me apresuré a decir que sí, que por mí estaba bien.
El palo sobre mi cabeza, los ojos bien abiertos,
noche y día el mundo entero vi,
vi que los carniceros, como carniceros sirven,
y a la pregunta: ¿Te alegra lo que ves? Yo dije: sí.
Desde ese día dije que sí a todo:
mejor cobarde que hombre muerto, me oí decir.
Y solo por no caer en esas manos,
consentí en todo lo que no se puede consentir.