Desayuno en Tiffanys
Holly deambula, como un equilibrista, por la cuerda floja de la alta sociedad. Es una chica tremendamente atractiva a la vez que una incógnita, una joven en permanente indefinición víctima de una vida difusa, por momentos sórdida, y necesitada de afecto. Todo es mentira excepto los sentimientos que rara vez muestra ante los demás.
Truman Capote dibuja en palabras a un personaje femenino que ya forma parte de la iconografía popular y al que los cinéfilos siempre asociarán con el rostro de la actriz Audrey Hepburn. Sin embargo el relato, como suele ocurrir, supera su excelente, casi mítica, versión en celuloide e incluso reinventa la apariencia física de la protagonista (ahora rubia). La obra constituye un extraordinario retrato etnológico de un Nueva York que tal vez ya no exista, y de un mundo de supervivientes y fiestas vacias, a pesar de las sonrisas, a través de la relación entre una chica y un bohemio escritor, almas gemelas que se reflejan. Un juego de deseos, emociones y sentimientos a flor de piel condensados con maestría en una seductora, elegante y muy bien traducida novela corta ahora reeditada por Libros del Zorro Rojo con las sugerentes y poéticas composiciones de Karen Klassen, entre las que casi podemos escuchar aquella melodía inmortal de Mancini.
Holly deambula, como un equilibrista, por la cuerda floja de la alta sociedad. Es una chica tremendamente atractiva a la vez que una incógnita, una joven en permanente indefinición víctima de una vida difusa, por momentos sórdida, y necesitada de afecto. Todo es mentira excepto los sentimientos que rara vez muestra ante los demás.
Truman Capote dibuja en palabras a un personaje femenino que ya forma parte de la iconografía popular y al que los cinéfilos siempre asociarán con el rostro de la actriz Audrey... Seguir leyendo
Desayuno en Tiffanys
Siempre me siento atraido por los lugares en donde he vivido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer apartamento neoyorquino. Era una única habitación atestada de muebles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los trenes en un día caluroso.
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