Hubo un tiempo en el que los bosques pertenecían a las hadas y los humanos teníamos que pedir permiso para acceder a ellos o para recoger las cosas necesarias para vivir. Existía un equilibrio y armonía que fue alterado por la irrupción en la floresta de un cazador que no creyó necesario rendir pleitesía a nadie por cobrar unas piezas para su beneficio. Este hecho apenó a las protectoras que, como todo el mundo sabe, enferman y perecen cuando sienten tristeza. Andrés Guerrero cuenta, a través de un relato de hechuras clásicas escrito con notable capacidad de síntesis, una particular visión respecto a la génesis de nuestra relación con la naturaleza, cómo el desmesurado afán de poder del hombre llegó a todos los rincones y, en consecuencia, los bosques comenzaron a morir y las hadas buscaron refugio en otros lugares. El autor complementa cada pasaje con una ilustración enmarcada en viñetas circulares mediante la que vemos, en sencillos trazos, algunas escenas cruciales de esa evolución desde el primigenio poder de los espacios naturales y los seres fantásticos que velaban por su salud, hasta la reducción a mínimos de los espacios verdes por culpa de la construcción desmesurada y la falta de cuidado y respeto por el medio ambiente. El encuentro entre pasado y presente, a través de las protagonistas, da pie a una nueva esperanza, mensaje que sirve como semilla para los lectores infantiles.
Hubo un tiempo en el que los bosques pertenecían a las hadas y los humanos teníamos que pedir permiso para acceder a ellos o para recoger las cosas necesarias para vivir. Existía un equilibrio y armonía que fue alterado por la irrupción en la floresta de un cazador que no creyó necesario rendir pleitesía a nadie por cobrar unas piezas para su beneficio. Este hecho apenó a las protectoras que, como todo el mundo sabe, enferman y perecen cuando sienten tristeza. Seguir leyendo
Amarilis. Protectora de los bosques
Hubo un tiempo, muy lejano,
en el que los bosques no eran de las personas.
Era un tiempo en el que, para entrar
en un bosque, aunque solo fuera para pisar
su hierba, había que pedir permiso.
Igual que para aprovechar su leña o cazar animales
en su frondosidad.