Con crudeza, Àngel Burgas muestra poliédricos pero convergentes puntos de vista sobre el drama de Lesbos, isla griega en la que conviven miles de refugiados desde hace años. Los campos allí se han convertido en sumideros de esperanzas, a la espera de que la burocracia y los estados occidentales aporten soluciones o vías para que, en especial, niños y jóvenes tengan derecho a un nuevo futuro. En ese terrible caldo de cultivo conocemos, en la semilla que dejan los cuentos de la abuela, en la mirada de la doctora Faruka, que ha vivido en su propia piel la amargura y el dolor más profundo; o en las andanzas cotidianas de Mila, que captura el día a día con trazo limpio y certero; la realidad sin tapujos, al mismo tiempo que se insertan fragmentos que ponen en valor el acervo cultural de todos los pueblos que se han visto obligados a huir de sus tierras. Al hilo de la impactante narración, Ignasi Blanch aporta nueve bellas ilustraciones a página completa en las que podemos disfrutar de su acreditado estilo, mostrando su especial predilección por los proyectos que tratan de hacer de este mundo un lugar mejor (aparte de haber obtenido numerosos premios con empaque, ha dejado su huella y compromiso con espléndidos murales en los hospitales pediátricos y centros de salud de Cataluña); visión que comparte con Burgas, junto al que ha reflejado los sentimientos, esperanzas y trabas de los niños y jóvenes en anteriores trabajos.
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Con crudeza, Àngel Burgas muestra poliédricos pero convergentes puntos de vista sobre el drama de Lesbos, isla griega en la que conviven miles de refugiados desde hace años. Los campos allí se han convertido en sumideros de esperanzas, a la espera de que la burocracia y los estados occidentales aporten soluciones o vías para que, en especial, niños y jóvenes tengan derecho a un nuevo futuro. En ese terrible caldo de cultivo conocemos, en la semilla que dejan los cuentos de la abuela, en la mirada de la doctora... Seguir leyendo
Los cuentos de Lesbos
El niño ya estaba muerto cuando lo encontraron.
Mila los obligó a detenerse antes de señalar con el brazo el lugar donde yacía. Estaba tumbado encima de una roca, encogido de tal manera que, desde donde se hallaban, al principio pensaron que se trataba de una pelota y, después, de un amasijo de ropa.