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Leer para otro

Muchos sostienen que la lectura es una actividad solitaria, casi egoísta. Que leer es recluirse, apartarse del ruido mundano, arrojarse en brazos del escrito suspendiendo las conexiones con el mundo circundante. Que para conectarnos con lo escrito debemos desconectarnos de la realidad.
Pues sí, hemos de sincerarnos; es cierto, algo de eso hay.
Pero hemos de recordar que también la lectura puede ser generosa, que puede ser un puente entre dos o más personas. Que leer para otro es leer para sí y para uno o más oyentes.

Estamos hablando de la lectura en voz alta, la lectura generosa que, como un presente, uno, lector, ofrece a otro u otros, oyentes. Unos oyentes que son también lectores, pero lectores a través de un mediador. Son otros ojos los que pasan por el libro y sobre todo, es otra voz, una voz que hace vibrar a ese texto.  
Veamos algunas de las virtudes de esta práctica, sin olvidar sus pecadillos… que no hay nada perfecto…

El lector experto lee en voz alta

Una persona que lee en voz alta de algún modo reanuda aquel olvidado ritual de la literatura oral, aquella rueda al amor de la lumbre donde la primera figura del espectáculo era la voz del narrador. Alguien narra para otros, alguien construye con palabras bosques brumosos, osos o aves de paraíso, nieves copiosas o soles abrasadores… Palabras que no son suyas, pero que amorosamente las ha adoptado. Palabras que tiemblan en el aire como libélulas. Palabras de niño o de niña que lee para sus compañeros. Palabras de un adulto, que como un sacerdote, conduce el ritual.  

Está claro que si se trata de un adulto, que presumimos un lector competente, hará vivir a ese texto de un modo distinto que si el lector fuera un reciente aprendiz, un lector balbuciente.

El lector experto irá dándole distintas entonaciones, enfatizará aquello elevando el volumen de la voz, dirá eso otro casi en un susurro, aquí el personaje tendrá una voz grave como golpes de aldabones, allá ese otro personaje simulará hablar a los gritos, como para ser escuchado al pie del cerro… Es decir, que ese texto ganará en expresividad, en matices; como un músico eximio, el lector será el sensible ejecutante de su partitura.

Resulta obvio que una lectura cuidada, sin grandes aspavientos ni monotonía, claro está, le facilitará al oyente, en primer lugar, la comprensión de ese texto. Una comprensión que le será imprescindible para sumergirse en él.

No debemos olvidar que la lectura en voz alta nunca podrá ser a primera vista, esto es, debemos elegir el texto con alguna anticipación y leerlo, pensando siempre que habremos de leerlo en voz alta. Es decir, pensando en el contenido, pero también anticipando en alguna medida las entonaciones que habremos de darle.

El lector que leer para otro tiene algo de actor, de actor discreto que, como aquellos de raza, hará lucir al texto antes que a sí mismo. Un lector que será vehículo de las alegrías, de las penas, de las reflexiones que emanan del texto. Un lector que evitará, por sobre todas las cosas, sobreactuaciones, concentrándose en pillar el espíritu del texto, aquello que el texto no grita sino que lo susurra.

Así, ese niño todavía lector aprendiz, lector de marcha insegura, balbuciente, habrá de cogerle afición a escuchar historias, poemas, cuentos. Pero pongamos a las cosas en su sitio: la afición a la lectura no depende exclusivamente de la técnica del lector en voz alta. Esto colabora, facilita, pero no es la causa principal. Si así fuera, sería muy sencillo para las familias con solvencia económica contratar a un buen lector profesional y santo remedio. No.

Hay dos cuestiones a considerar en este punto: destaca el vínculo afectivo entre lector y oyente así como la selección del texto que escucha ese niño. A lo claro: ha de darle deseos de leer por sí mismo otras historias como esa.

Si ese vínculo afectivo entre ambos está garantizado y si elegimos historias, con sus más y sus menos, que atrapen su interés,  entonces es probable que pida que le lean con frecuencia.
Si logramos esto quiere decir que hemos plantado bien los cimientos de la casa. Pero cuidado, que no levantamos todavía los muros.

El poder de las palabras (y de los silencios)

Si persistimos en la lectura en voz alta de textos que le resulten interesantes, que le digan cosas a esa niña o niño, entonces estamos a un paso de que sienta fuertes deseos de aprender a leer. A leer bien, tan bien como ese adulto lector. Un adulto que respeta al autor respetando sus palabras, aunque muchas veces el secreto no se esconde en las palabras sino en los silencios, en dónde los colocamos, en cómo los arrastramos… En gran medida, los silencios construyen el clima del texto. Las palabras y los silencios logran la comunicación entre un adulto y un niño, porque el acto de leer en voz alta es esencialmente comunicativo.

El lector en voz alta, espejo del texto, se convierte ahora en un espejo en el que el oyente desea mirarse.
Es importante que cuando lee, en la medida de lo posible, ese adulto tenga el libro en sus manos de modo que el niño vea las imágenes, pero también todos los trucos de la lectura: cómo es la portada, el lomo, la contraportada, cómo se pasan las páginas (¡siempre en la misma dirección, la de la derecha encima de la que teníamos en la izquierda!), que el niño vea que esas filas de pequeñas hormigas que son las letras se disponen en el espacio de un determinado modo; cómo, cuando es muy extenso el libro, marcamos el sitio dónde suspendemos la lectura, cuidando, respetándolo, etcétera.

¿Es aconsejable que le pidamos al niño que lea en voz alta?

Si el niño lo quiere, por supuesto que es aconsejable. Pero es imprescindible evitar toda coacción. En este asunto, una obligación, una orden, hasta una sugerencia interpretada como tal, nos acerca peligrosamente a un punto de no retorno. Es un bumerán. En muchos casos esa imposición queda inscripta como un rechazo para toda la vida, como un acto de violencia del adulto que les pide al niño que haga algo donde mostrará su no saber, sus inseguridades, sus debilidades.

Nada de examinarles frontalmente o con excusas. Nada de preguntas para saber si comprende o no. Dejemos esas cosas para la escuela, que ellos saben (o deberían saber) cómo hacerlo. Nosotros somos padres, hermanos, abuelos, tíos, amigos… Y ya lo sabéis, no ponemos ni debemos pensar en calificaciones para nuestros familiares.

Hemos de alentarles en todas aquellas acciones que eleven la autoestima. De modo que este proceso será gradual, lento, para avanzar sobre seguro. Una forma adecuada de empezar, por ejemplo (sin que el ejemplo sea prescriptivo) es leer juntos un tebeo sencillo, corto. «¿Te animas a leer lo que dice Mafalda? Yo leeré lo que dice Miguelito. ¿De acuerdo?»

Eso da coraje, anima. Y permite leer textos significativos, no textos cortados como un embutido, en cualquier lugar.
Anímese a proponerle al niño esa actividad. No hace falta ser Carmen Maura ni José Sacristán. Sólo sea el padre o la madre del niño o la niña. Eso sí: padre o madre con ganas, no cumpliendo con un ritual burocrático. (Y si me invitan, con gusto estaré allí: a los adultos también nos gusta que nos lean cuentos en voz alta y bien leídos. ¿Verdad?)
 

Este texto es una colaboración de Carlos Silveyra
 

 
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