El libro de la selva
Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá lobo despertó de su sueño diurno, se rascó, bostezó y estiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.