Los exiliados del zar
La nieve ha dejado de caer. Estos últimos días ha nevado sin parar, y las calles son unos barrizales en los que se quedan atorados la gente y los caballos. Hasta mi habitación llegan a través de los cristales las imprecaciones de los cocheros atascados. Esta agitación por lo menos consigue divertirme. Llevo mal haber vuelto a la ciudad, y sueño aún con los paisajes de nuestra residencia en Kamarov, engastada como una joya en los enlazados abedules. Se acabó. No volveremos más. Madre la ha vendido. El sol blanco y helado de Petersburgo atraviesa tímidamente la bruma que hasta ese momento ha asfixiado los alrededores de la plaza de San Isaac.