Condena
Felicia Miller lloraba en el baño. Otra vez. Sabía que era ella porque en los tres meses que llevaba en el instituto Breen Mountain la había visto llorar en el baño dos veces. Sollozaba de un modo inconfundible, agudo y entrecortado, como las niñas pequeñas. Felicia tenía dieciocho años, dos más que yo. Las otras veces la había dejado llorar sola. Todas las chicas tenían derecho a llorar en los lavabos públicos de vez en cuando. Pero esa noche se celebraba la fiesta de fin de curso y daba pena verla sollozar vestida de gala. Además, yo tenía cierta debilidad por Felicia. En todas las escuelas a las que he ido (diecinueve hasta hoy) hay una chica como ella.