Siete historias para la infanta Margarita
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez abrió su taller mientras los innumerables relojes de los Reales Alcázares daban las nueve de la mañana. Lo recibió el consabido olor a aceite de linaza, que, aunque al pintor de cámara le resultara familiar y hasta reconfortante, podía molestar a alguna de las muy principales personas que esperaba recibir aquel día, todas ellas tan delicadas como próximas a la familia real. Por eso se dirigió, antes que nada, a las ventanas y, descorriendo los pesados cortinones que las cubrían, abrió sus postigos, dejando que la fresca brisa del Guadarrama inundara a la sombría estancia y se llevara el aire viciado.