La manada del escaramujo
Hasta la placita soleada llegaba desde los montes cercanos el canto insistente y monótono del cuco. Era imposible adivinar de qué lado venía: parecía brotar de todas partes. En el balcón, Donata seguía con el movimiento de sus manos, el ritmo de aquel canto tedioso mientras cepillaba distraídamente su negrísimo cabello, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo al joven que estaba descargando el coche estacionado en la calle polvorienta.