Veronica Roth ha decidido tomar nuevos rumbos con una antología de relatos que, si bien mantiene su idilio con la distopía, está caracterizada por una narrativa introspectiva, por momentos hermética, en la que da rienda suelta a virtudes hasta ahora no conocidas por sus fans, trenzada con singular calidad narrativa. Tras revolucionar la literatura juvenil con la saga Divergente, nacida también al rebufo de populares hits del fantasy a comienzos de la presente década, las inquietudes de la autora norteamericana quedan plasmadas en seis cuentos (Inercia, Las hilanderas, Auristas, Vim y Vigor, Blindados y El transformacionista); exquisitamente ilustrados por Mackenzie con dibujos realistas cargados de sensibilidad, -a plumilla con retoque digital-; que ayudan a cimentar la atmósfera inquietante con la que perfuma cada historia. Futuros tortuosos, máquinas, procedimientos innovadores para analizar el fin de la amistad, amenazas extraterrestres, tecnología para cambiar el curso de los acontecimientos y lograr el equilibrio mental… Pero también temáticas presentes en el día a día de los adolescentes en 2020, como la necesidad de confiar en el círculo de amigos o la lucha contra el estrés y la ansiedad (aspectos sobre los que los jóvenes de hoy muestran especial preocupación en todas las encuestas) Sin duda la escritora conoce bien al público al que se dirige aportando curiosas construcciones literarias que van a sorprender a más de uno y que podemos considerar narrativa crossover por la ambivalencia de los argumentos.
Veronica Roth ha decidido tomar nuevos rumbos con una antología de relatos que, si bien mantiene su idilio con la distopía, está caracterizada por una narrativa introspectiva, por momentos hermética, en la que da rienda suelta a virtudes hasta ahora no conocidas por sus fans, trenzada con singular calidad narrativa. Tras revolucionar la literatura juvenil con la saga Divergente, nacida también al rebufo de populares hits del fantasy a comienzos de la... Seguir leyendo
El fin y otros inicios
Tiene que ser un error — dije.
Mi reloj, uno de esos digitales antiguos con números rojos cuadrados, marcaba las 2:07 de la madrugada. La calle estaba tan oscura que, por la ventana, no veía ni el camino de entrada a casa.
—¿A qué te refieres?— me preguntó mi madre con aire ausente mientras me sacaba ropa del armario. Unos vaqueros, camiseta, sudadera, calcetines, zapatos. Era verano y yo me había despertado con un charco de sudor en el vientre, así que no tenía sentido llevar sudadera, pero no se lo mencioné. Me sentía como un pez en un acuario, mirando entre parpadeos a los desconocidos que se asomaban a verme.