La huella del escultor
-¡Buongiorno, bambina!... ¡Buenos días!
La niña no contestó. Se levantó, saltando sobre sus pies descalzos, y alzó rápidamente los cubos. El agua chapoteó y le salpicó la piernas.
Con la vara sobre los hombros, a modo de yugo, la muchacha se alejó por entre las zarzas negras que estallaban en flores blancas.
-Bambina...
Gianbatista se volvió hacia su caballo, que bebía en el arroyo donde la niña había llenado los cubos.
¡Qué tristes eran estas ciudades del norte, en las que los niños se asustaban de un hombre aun estando a la otra orilla de un riachuelo!