Dorilda y Pancho
–¡Basta! –le dije–. ¡Basta!, ¡basta!, ¡basta!
Pero a ella le importó un pito. Hizo girar sus faldas de modo que al pasar barrió dos angelitos de porcelana que eran (vaya marrón) los favoritos de mi madre y sólo dijo:
–Ya hablaremos cuando estés más tranquilo, Pincho, ahí te quedas.
Y desapareció.
Odio que me llamen Pincho (mi nombre es Pancho, por Dios, Pan-cho).
Odio que me hablen como si tuviera cinco años.
Odio a las niñas que usan cucuruchos sobre la cabeza y faldas tan largas que lo rompen todo al pasar.