El conde Karlstein
Peter se acuclilló frente al fuego y removió las brasas, y las chispas saltaron como diablillos que treparan por las paredes de piedra del infierno. Su sombra, proyectada contra la pared y parte del techo de nuestro pequeño dormitorio, se agitó temblorosa, y las grietas entre las tablas del suelo relumbraron en la oscuridad como ríos dorados.
–Escucha –dijo Peter–, ¡Zamiel!
Yo sentí un delicioso escalofrío y me tapé bien con el edredón. Estaba echada sobre la alfombra, con la cara apretada contra el suelo para oír las voces que llegaban desde el piso de abajo. Vivíamos en el mesón el pueblo de Karlstein, con nuestra madre, que era la mesonera.