La guerra de las brujas 2. El desierto de hielo
Anaíd dormía despreocupadamente con los brazos extendidos y el semblante plácido sin importarle la luz que se colaba por los postigos de su ventana.
A su alrededor, en la habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces, se respiraba la atmósfera que precede a las migraciones estacionales. Ropa apilada, libros diseminados, zapatos en hilera, todo dispuesto para ser trasladado a la enorme maleta que, aún vacía, aguardaba su turno a los pies de la cama.
Selene, con el cabello revuelto y una taza de café humeante en la mano, entró sigilosamente seguida de una figura abrigada con una pelliza de lana.