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Los 5 indispensables LIJ en la maleta de Alberto Soler

Alberto Soler Soto (Cartagena, España, 1980); es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia y Master en Juventud y Sociedad por la Fundación UNED. Es técnico de Juventud y su labor se desenvuelve sobre todo en el binomio cultura y jóvenes.

Coordina desde 2004 los Premios Mandarache Hache en el Ayuntamiento de Cartagena, proyecto que recibió en 2014 el Premio Nacional al Fomento de la Lectura; y en 2017 el Premio Los Mejores, otorgado por el periódico La Verdad. En 2014 fue invitado por el Departamento de Estado de Estados Unidos al prestigioso programa International Visitors Leadership Program, enfocado en el campo de la participación juvenil y el liderazgo.

En 2017 el diario La Opinión lo reconoció con el premio Los Importantes, junto a otras personalidades destacadas de la Región de Murcia. Inclinado irrefrenablemente hacia lo creativo, ha publicado el poemario Los tigres devoran poetas por amor (Balduque, 2014) y es creador en Twitter del bot dadaísta @todoesbienBot.

Esta fantástica iniciativa, que en 2020 celebra su edición número 15 y de la que hemos hablado en numerosas ocasiones en Canal Lector, tiene como protagonistas absolutos a los casi 6.000 lectores procedentes de los distintos centros escolares de Cartagena, Murcia, que participan en el proceso.

El proyecto no está concebido solo como un premio sino que se ha consolidado como programa de educación lectora, fomento de la lectura y promoción de la cultura escrita. Los encargados de leer y valorar las propuestas seleccionadas en cada edición son todos los jóvenes residentes en la localidad mediterránea, que juegan un papel fundamental al votar y decidir los libros y autores que merecen ser destacados tras mantener diversos encuentros con los autores/as que visitan la ciudad.Se trata de un concepto que, posteriormente, se ha imitado en otras comunidades autónomas, y al que también se han sumado desde hace unos años ciudades de otros países, como las "otras Cartagenas" (Cartagena de Indias, en Colombia; y Cartagena, en Chile), gracias a Orillas Mandarache
 
Esta iniciativa piloto pretende internacionalizar paulatinamente el proyecto invitando a jóvenes estudiantes de esas localidades "hermanas" a leer y votar junto a los miles de lectores que participan en el programa español. 240 lectores (120 estudiantes de Cartagena de Indias-Colombia y otros 120 de Cartagena-Chile) participan oficialmente en el Premio Mandarache, leyendo junto a sus iguales los libros finalistas de cada edición y votando a través de la web su favorito, consiguiendo de este modo que el Premio Mandarache sea fallado por un jurado internacional de jóvenes lectores gracias a la colaboración de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y Acción Cultural Española (AC/E).
 

Imagen: La Opinión de Murcia (c)

Indispensables en la maleta de Alberto Soler

Hace tiempo que comprendí que yo me inicié en la lectura de la mano de mi hermano mayor. Dormíamos en la misma habitación y antes de apagar la luz mi hermano siempre abría un libro, y yo también. Yo leo porque mi hermano leía. Nunca podré agradecérselo lo suficiente. 

En mis primeras lecturas lógicamente recorrí el camino de los libros de mi hermano. Es lo que tiene ser el pequeño. Leía lo que había en casa. Yo vengo de una familia obrera y, aunque en aquel momento no lo percibí, más tarde supe que en casa carecíamos de algunos de los principales hitos de la literatura infantil y juvenil que otros leyeron en su momento y a mí me tocó leer de mayor: Momo, La historia interminable, El Principito... o autores como Roald Dahl y Gianni Rodari fueron lecturas que conquisté ya en la adultez. Tampoco me importa. Quiero pensar que leer por primera vez La princesa prometida es igual de apasionante a los quince años que a los cuarenta. 
 
Digo que me faltaron en su día algunos grandes títulos de literatura infantil y juvenil. Sin embargo, mis tesoros lectores no fueron pequeños: Robert L. Stevenson, Julio Verne, Edgar Allan Poe, Hergé, Quino... En casa había algunas grandes joyas. Recuerdo dos lecturas de mi infancia por encima de todas las demás: la primera es Enid Blyton, la autora a la que más horas felices dediqué porque teníamos una decente colección de Los cinco; y por supuesto —y esta es mi primera parada— el inmenso Ibáñez:
 
 
Colección Super Humor, de Francisco Ibañez, Escobar y otros
 
(Editorial Bruguera -primera etapa-; Ediciones B)
 
Teníamos una buena colección de estos libros de Bruguera en tapa dura y los leí todos tantas veces que me los aprendí de memoria: Rompetechos, Mortadelo y Filemón, El botones Sacarino, Zipi y Zape, 13 Rue del Percebe, Tete Cohete, Pepe Gotera y Otilio... Ibáñez es uno de mis recuerdos lectores más entrañables. Y leer junto a mi hermano antes de apagar la luz. Esos libros siguen en casa de mis padres. Cuando voy con mis sobrinas y alguna tarde una de ellas coge un Super Humor al azar y se pone a leer siento una felicidad especial, como de transmisión cultural colmada. En fin, nostalgias librescas.
 
Mi infancia literaria pasó entre esos libros y algunos de literatura especializada juvenil que me mandaron en el cole (recuerdo con mucho amor ¡Saltad todos! de Ken Whitmore en Barco de Vapor), hasta que a los trece años decidí que había llegado el momento de leer libros "de adulto". Tengo un recuerdo muy vívido de esa decisión, que fue para mí algo trascendental y consciente. Ahora voy a leer cosas de mayor, pensé. Y como soy un rarito de los auténticos mi cabeza resolvió en un arrebato de espiritualidad e intensidad adolescente que sería buena idea leer el Apocalipsis de San Juan, lo que por supuesto resultó un desastre y no conseguí enterarme de nada. ¿De dónde me vino esta simpática fase satánica pubescente? No sé pero aunque el Apocalipsis se me resistió yo no cejé en mi empeño y, con trece años, mi primera lectura conscientemente adulta terminó siendo:
 
 
El exorcista de William Peter Blatty
 
(Plaza & Janés)
 
Era la novena edición de Plaza & Janés debido al éxito de la película. Tapa dura, hojas amarillentas. Pasé un miedo horrible pero disfruté muchísimo y, sobre todo, conseguí lo que buscaba: sentirme mayor. En este sentido creo que para algunas personas las lecturas pueden simbolizar ritos de paso hacia la madurez, como sucedió en mi caso. 
 
A partir de aquí proseguí el típico itinerario de lector adolescente entre lo místico y lo disidente, intensito siempre, más o menos lo que sigo siendo hoy en día. Si hubo un hecho que dinamitó los límites de mis horizontes lectores sin duda fue que cuando cumplí catorce años abrió la primera biblioteca municipal del barrio: la Biblioteca Rafael Rubio. Fue mi primera biblioteca y la visitaba casi todos los sábados por la mañana. Iba solo. Tenía bastantes amigos pero a los catorce años no hablaba de libros con ninguno. De todos modos me habría costado compartir ese momento tan mío. Me gustaba ir solo, explorar. Es curioso (aunque coherente con mi anhelo ya conocido de adultez literaria) que nunca me planteara entrar a la sala infantil, a pesar de que estaba en una edad fronteriza, sino que me dirigí sin pensarlo a la sala de adultos. Y allí me perdía cada sábado hasta la hora de comer. Paseaba por los pasillos de las estanterías (se llaman lejas en mi ciudad) y entresacaba libros al azar. Alguna vez escogía ficción pero era bastante habitual que me llevara en préstamo libros de poesía. De hecho a lo largo de aquellos años juveniles, en los que uno deambula erráticamente con mucha hambre literaria y poco criterio, si hubo una constante literaria fue sin duda la poesía de Benedetti:
 
 
El olvido está lleno de memoria, de Mario Benedetti
 
(Visor)
 
En fin, qué decir de Mario Benedetti. Su poesía me conmovía tanto que creo que llegué a desarrollar sentimientos familiares por él, como si fuera mi abuelo de verdad, un abuelito poeta al que admiras y como el que desearías ser, escribir... Al leerlo ahora entiendo por qué conecté con sus poemas, creo que Mario Benedetti fue un adolescente de ochenta años.
 
Llegó el instituto y llegaron los amigos, amigos con libros. Y llegó la música. Y si escuchabas a Jim Morrison tenías que leer a William Blake. Y no sabes por qué pero ves algo de la poesía de Blake en la literatura de Lorca. Es tu mirada la que carga a Blake en palabras de otros escritores. Ya habías leído antes a Lorca pero su trágica historia personal la conoces ahora (y cuando digo ahora tienes dieciséis o diecisiete años). Tal vez ese sea el final de la adolescencia lectora y el principio de la juventud: cuando se desvela la ingenuidad y se cargan las palabras que lees con otras palabras, con dolores otros. Y con el misticismo de Blake llegó también el malditismo. Y me estrellé contra Hesse, claro. Qué buena edad los dieciséis para colisionar con Hermann Hesse. Demian molaba pero, como diría Kafka, el hacha que rompió el mar helado dentro de mí fue:
 
 
 
(Alianza) 
 
Qué misterioso y penetrante todo. Qué profundo me sentía. Qué delicioso entontecimiento adolescente. Qué sabrosa idiotez. 
 
Veo que hasta ese momento los libros fueron para mí algo que venía de otra época. Leía a gente muy mayor o gente muerta. Bueno, gente no, hombres, pues ya se ve que no me rodeaban muchos libros de mujeres. Eran hombres blancos mayores o muertos. La literatura habitaba en los reinos del pasado, como un espejo lejano, hasta que un amigo me dio a leer a Ray Loriga y la literatura se me vino muy cerca. En los noventa el Ray Loriga de "Héroes" y "Caídos del cielo" se me introdujo en la piel como una marca. Y sobre todo el Loriga de:
 
 
Lo peor de todo, de Ray Loriga
 
(Debate) 
 
Y leer entonces fue fumar, vestir de negro, llevar anillos. Leer fue hacer teatro y fue deseo, conciertos, revistas, radio, amigos, el proyecto de estudiar fuera... Leer comenzó a ser la búsqueda de un camino propio y auténtico. 
 
Ojalá sentir ahora lo que sentí leyendo estos libros en la adolescencia. Volver a esa tierna conmoción literaria, esa genuina disposición a la sorpresa. La intensidad juvenil con la que subrayé en "La peste" de Camus un verano frente al mar: «El gran deseo de un corazón inquieto es el de poseer interminablemente al ser que ama o hundir a este ser, cuando llega el momento de la ausencia, en un sueño sin orillas que sólo pueda terminar el día del encuentro.»

 

 
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