La serpiente de cristal
Sergio pulsó los botones de la consola por enésima vez, gravitando al borde de la silla giratoria, con los ojos a un palmo apenas de la pantalla del televisor de treinta y dos pulgadas, balanceando la cabeza al ritmo del monigote que progresaba en la pantalla, curvando el espinazo en una posición inverosímil, los pies de puntillas en el suelo, gruñendo o suspirando o profiriendo gemidos de aprobación o exclamaciones de alegría, entre parpadeos o fruncimientos de cejas que encuadraban los ojerosos ojos donde se reflejaban las imágenes del videojuego.