El valle de los masai
Wah miraba una cosa extraña que aparecía en el horizonte. Salía, del final del mundo, de una franja de onduladas llanuras que parecían temblar en el aire. Apenas se notaba la línea del suelo, únicamente esbozada por una articulación de huesecillos amarillos que terinaban en el cielo azul. No había nada comparable a los formidables montes Kenia y Kilimanjaro, clavados en las nubes como si sostuvieran el universo.