Laila
No había muerto nadie, pero el pueblo parecía estar de luto, y lo que menos deseaba yo era tener que vivir esas horas tan tristes. Todos venían a despedirse a la casa grande, la casa en la que iba a dejar atrás los recuerdos de mi infancia.
Era el mes de agosto de 1985. Tanto había deseado que llegase ese día que, cuando llegó, me hice un lío de sentimientos y tuve sensaciones que no había tenido nunca.
–¿Pensarás en nosotros cuando te hayas marchado? –preguntaba mi abuela, mi querida y dulce yaya.
Se me humedecieron los ojos, pero no le contesté. Sólo le sonreí y bajé tímidamente la mirada. De repente, la voz de una niña me llamó.
–¡Laila, Laila! –era mi vecina.