Historias de la antigüedad
Ponto, el virrey romano, estaba sentado en el atrio de su villa-palacio a orillas del Támesis, y contemplaba perplejo la cédula de papiro que acababa de desenrollar. Tenía en pie ante él a un italiano bajito, moreno, cuyos negros ojos estaban turbios de falta de sueño, y cuyas facciones aceitunadas parecían aún más oscuras por el polvo y el sudor. Era el mensajero que había traído la cédula. El virrey tenía clavados en él los ojos y, sin embargo, no le veía, de tan preocupada como estaba su mente con aquella orden repentina y completamente inesperada. El efecto que le había producido era el de que la tierra firme se había hundido bajo sus pies.