El ángel caído
Intuyó que recobraba el conocimiento.
Lo intuyó solamente pues, en realidad, no tuvo ninguna certeza de ello. Abrió los ojos pero la oscuridad, obstinadamente, permaneció. Trató de gritar, pero le resultó imposible.
No podía encontrarse a sí mismo. Se le habían desdibujado de tal modo los límites del cuerpo, que sus codos y rodillas, sus tobillos y muñecas, las uñas de sus pies y el extremo de los dedos de sus manos bien podían encontrarse a kilómetros de distancia. No los sentía; no podía ejercer ningún control sobre ellos. Le resultaba imposible precisar si se hallaba tumbado, colgado o apoyado; si boca arriba o boca abajo; si cayendo; si flotando... La fuerza de gravedad no tiraba de él en dirección alguna y así se percató de su importancia cotidiana, de cómo su impensable ausencia nos dejaría perdidos, desvalidos, torpes y estúpidos. Como lo estaba él ahora.