Maestro del humor absurdo y del sinsentido basado en lo grotesco, las ilustraciones de Edward Gorey reflejan un mundo que se constituye en una sucesión de escenas macabras, cuyo objeto no es tanto el escándalo -aunque, sin duda, no fue ajeno a él- como la identificación del autor con un muy personal universo macabro, presidido por la emoción, la sensualidad y la provocación, entendida esta última como elemento lúdico que aleja al individuo de la prosaica realidad. En esta ocasión, asistimos a una curiosa seducción diabólica, presidida por un evidente erotismo y que nos es narrada, como acostumbra el autor, mediante pareados, ambientación modernista y elementos de naturaleza siniestra. La señorita Squill va a comprobar muy pronto cuán fácil resulta sucumbir a la tentación del Mal (con mayúsculas) y qué tiene reservado el Diablo para quienes caen bajo su influjo. Claro que, tratándose de Gorey, es poco probable que contemple tal situación como una contrariedad. Funesta delicia, no apta para todos los paladares.
Maestro del humor absurdo y del sinsentido basado en lo grotesco, las ilustraciones de Edward Gorey reflejan un mundo que se constituye en una sucesión de escenas macabras, cuyo objeto no es tanto el escándalo -aunque, sin duda, no fue ajeno a él- como la identificación del autor con un muy personal universo macabro, presidido por la emoción, la sensualidad y la provocación, entendida esta última como elemento lúdico que aleja al individuo de la prosaica realidad. En esta ocasión, asistimos... Seguir leyendo
La procaz intimación
El Demonio, de un brusco salto, derribó a la señorita Squill desde lo alto.
La arrebató con fuerza del suelo y la hizo girar y girar al vuelo.
Esa noche ella, al desvestirse junto al lecho, vio la marca del Demonio grabada en el pecho...