Jacobo fue un bebé rollizo, y luego un niño gordito, pero lejos de ser feliz tuvo que lidiar con el temprano diagnóstico de su tía Victoria, la enfermera del Hospital Militar de Zaragoza: “Este chico tiene gonfletes”. Una enfermedad tan inexplicable como incapacitadora, ya que incluso provocó su libranza del servicio militar. Ante el panorama de una vida inerme y bajo la permanente etiqueta de “inútil” por parte de las gentes que le rodean, decide buscar sentido a su existencia emprendiendo un viaje que, aunque no lo imagine, será inolvidable. El Camino de Santiago, de Canfranc hasta la ciudad gallega en treinta y tres jornadas, da pie a múltiples y, por momentos, divertidas aventuras condicionadas siempre por la peculiar personalidad del protagonista. Estructurada en pequeños y amenos episodios que retoman el espíritu clásico de las narraciones viajeras, el autor aragonés regala a los lectores preadolescentes un relato que ayuda a creer en las posibilidades de uno mismo al tiempo que detalla un buen catálogo de espacios naturales y rincones interesantes de la geografía del norte de España, en su travesía de este a oeste.
Jacobo fue un bebé rollizo, y luego un niño gordito, pero lejos de ser feliz tuvo que lidiar con el temprano diagnóstico de su tía Victoria, la enfermera del Hospital Militar de Zaragoza: “Este chico tiene gonfletes”. Una enfermedad tan inexplicable como incapacitadora, ya que incluso provocó su libranza del servicio militar. Ante el panorama de una vida inerme y bajo la permanente etiqueta de “inútil” por parte de las gentes que le rodean, decide buscar sentido a su existencia... Seguir leyendo
¡Buen camino, Jacobo!
Jacobo era gordo.
Fue gordo desde que nació. Fue un bebé rollizo, de esos
que tienen las pantorrillas como morcillas de arroz. Y cuando creció, se puso aún más gordo.
Durante los años en que Jacobo estudió en la escuela de
Canfranc, su pueblo, nunca participó en carreras de sacos,
ni jugó jamás a «tú la llevas» ni, mucho menos, se apuntó a
las competiciones ciclistas que organizaba don Ansaldo, el
maestro.
Sin embargo, Jacobo no era un niño perezoso. Simplemente, estaba condenado a no hacer ejercicio.