Las montañas blancas. La trilogía de los Trípodes I
Sin contar el de la torre de la iglesia, en el pueblo había cinco relojes que marcaban la hora aceptablemente, y uno era de mi padre. Estaba en el salón, en la repisa de la chimenea, y todas las noches, antes de acostarse, mi padre sacaba la llave de un florero y le daba cuerda. Una vez al año venía el relojero desde Wincester, trotando a lomos de un viejo caballo de carga, para limpiarlo, engrasarlo y rectificarlo. Después tomaba manzanilla con mi madre y le contaba las novedades de la ciudad, así como lo que había oído en los pueblos por los que había pasado. En aquel momento mi padre, si no estaba moliendo, se iba con paso arrogante, haciendo algún comentario desdeñoso sobre el chismorreo; pero luego, a la noche, yo oía cómo mi madre le contaba aquellas historias. Él no mostraba gran entusiasmo, pero les prestaba oídos.