Rodzina
Una fría mañana de un lunes de marzo, con el sol mortecino pugnando por brillar y el hielo refulgiendo en las grietas de las aceras de tablones, un grupo de veintidós huérfanos, con almidonados trajes nuevos y maletitas de cartón, subió a un vagón especial en la estación cercana al río Chicago. Lo sé porque yo era uno de ellos. La estación era más ruidosa y más caótica que Halsted Street un día de mercado. Viajeros que acarreaban colchones y fardos envueltos con guinga azul me zarandeaban en sus prisas por llegar aquí o allá.