Toda la familia real de Carthya ha sido asesinada excepto el príncipe más joven, Jaron, que debe asumir la corona. Pero no lo tiene fácil para ser aceptado por la corte: ha estado años alejado del reino porque su padre lo declaró oficialmente muerto a manos de los piratas, y tan solo hace un mes que ejerce como rey. Durante años fue Sage, un huérfano a quien Conner, un noble, instruía junto con otros muchachos. Jaron tiene muchas dudas acerca de quién es su aliado o su enemigo en la corte: ¿Amarinda, la reina que un día habrá de convertirse en su esposa? ¿Gregor, capitán de la guardia de Carthya? ¿El noble Kerwyn? Solo sabe que debe ir al campamento pirata a enfrentarse al destino que un día burló para evitar que Carthya sea presa de los piratas y de los reinos vecinos.
Segunda entrega de un trilogía en la que destaca el protagonista, creíble y cercano, y la viveza del ritmo narrativo.
Toda la familia real de Carthya ha sido asesinada excepto el príncipe más joven, Jaron, que debe asumir la corona. Pero no lo tiene fácil para ser aceptado por la corte: ha estado años alejado del reino porque su padre lo declaró oficialmente muerto a manos de los piratas, y tan solo hace un mes que ejerce como rey. Durante años fue Sage, un huérfano a quien Conner, un noble, instruía junto con otros muchachos. Jaron tiene muchas dudas acerca de quién es su aliado o su enemigo en la corte: ¿Amarinda, la... Seguir leyendo
El rey fugitivo
Había llegado temprano a mi propio asesinato.
Aquella noche se celebraba el funeral por mi familia y debería haber estado en la capilla, pero me ponía enfermo solo de pensar en llorar su muerte junto a los arrogantes petimetres que estarían presentes. De haber sido yo un cualquiera, aquel habría sido un asunto privado.
Durante un mes había sido rey de Carthya, una dignidad para la que nadie me había preparado y para la que la gran mayoría de los habitantes de Carthya pensaba que era poco idóneo. Aunque hubiese querido manifestar mi desacuerdo, no gozaba de credibilidad alguna en dicha polémica. Durante aquellas primeras semanas de mi reinado no me había esforzado lo más mínimo en ganarme el favor de la opinión pública, ya que tenía una tarea mucho más importante: convencer a mis regentes de que había que prepararse para una guerra que yo creía inevitable.