Puños de rabia
Alrededor de la plaza de Vaillé-sur-Gartempe, apenas mayor que un patio de escuela, las sombras redondas de los tilos pesaban como bolas de petanca. La una del mediodía. Reinaba ese silencio de canícula que parece la espera de un castigo.
En el bar Gasnier, los clientes miraban cómo los cubitos se derretían en el pastís y las cervezas se entibiaban, sin siquiera la fuerza necesaria para empinar el codo. Gilbert, el jornalero agrícola, había interrumpido por la mitad un recuerdo de su servicio militar en los carros blindados, en Saumur. Lecomte, el mecánico, se limpiaba las uñas con una cerilla. Sólo Dedé, con la seriedad propia de los borrachos, se llevaba a los labios con mano temblorosa el cáliz de 12ºC.