El fósil perdido
La niña se agarró a la roca y dejó que las olas de la bahía pasearan sobre ella y refrescaran su cuerpo, agobiado por el furioso sol. No tenía miedo; el mar era su hogar. La superficie del agua brillaba de modo deslumbrante, pero ella mantenía la cabeza fuera y miraba con fijeza la boca de la rada. Permanecía al acecho de los tiburones. Los machos adultos de su grupo ya se ocupaban de montar guardia frente a mar abierto y un arrecife cerraba el paso a la ensenada, así que no había peligro en dejar que los pequeños fuesen aprendiendo a desenvolverse en el agua. La niña estaba hambrienta. El viento del sudeste llevaba muchos días soplando con fuerza.