El guardián de los demonios
La Bestia estiró sus gruesas extremidades en la oscuridad. Extendió sus garras como un gato mientras salía de su cueva, cuyo suelo estaba lleno de huesos desparramados. El hambre le roía la panza. La Bestia, por supuesto, siempre estaba hambrienta, incluso después de haber engullido las sangrientas tripas de pescado que cada mañana le tiraban por la rampa. Ansiaba comer algo vivo.