Aquel día de fiesta los niños se divertían montando en el tiovivo de los caballitos que habían puesto en la plaza. Uno de los caballitos tenía el cuello torcido y miraba al cielo. Cuando todo el mundo se fue a dormir, las campanas de la torre oyeron lamentarse al caballito. De ver pasar las nubes, los pájaros, el sol y la luna, le habían entrado unos enormes deseos de volar. Las campanas se lo consultaron a la sabia lechuza, la señorita Úrsula, que interesada por ese caso tan raro fue a ver al caballito.
En esta hermosa historia del caballito defectuoso capaz de ver horizontes que sus compañeros no podían ni imaginar late el anhelo de libertad, la necesidad de escapar de un destino estrecho y ciego, sin alicientes ni belleza, aunque conlleve un alto precio. Universal y atemporal, este mensaje deja huella a través de un argumento en el que todo encaja cargado de sentido y de un lenguaje sencillo, terso y depurado, que llega a lo más hondo. La obra fue ganadora del Premio Lazarillo en 1966.
Aquel día de fiesta los niños se divertían montando en el tiovivo de los caballitos que habían puesto en la plaza. Uno de los caballitos tenía el cuello torcido y miraba al cielo. Cuando todo el mundo se fue a dormir, las campanas de la torre oyeron lamentarse al caballito. De ver pasar las nubes, los pájaros, el sol y la luna, le habían entrado unos enormes deseos de volar. Las campanas se lo consultaron a la sabia lechuza, la señorita Úrsula, que interesada por ese caso tan raro fue a ver al caballito.
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El caballito que quería volar
Era el día de san Secundino, patrón del pueblo, y había procesión y feria. Por eso, todos los niños llevaban vestidos nuevos y estrenaban zapatos, que levantaban nubes de polvo cuando sus dueños corrían felices entre los tenderetes donde se vendían churros calientes, helados de chocolate, turrón de almendras y caramelos de mil sabores distintos.