El ala robada
El día era apenas una raya dorada cuando doña Polon salió de su casa, al final del caserío, para dirigirse a la iglesia de la plaza. Iba deprisa, como siempre, con ese trotecito corto que le era tan propio. Sus pies descalzos casi no hacían ruido al chocar con la tierra apelmazada de la calle, pero sí se oía el suave tintineo de las grandes llaves que llevaba envueltas en su rebozo. A esas horas no había nadie a quien saludar hasta llegar a la casa de su comadre Maclovita, que ya andaba atareada en el patio:
-Buenos días, comadre. Tan temprano y ya trabajando.