La Boda del tío César
Si cierro un instante los ojos, todavía puedo ver aquel coqueto y jubiloso tapete verde que cubría la mesa camilla del cuarto de estar. Mi madre le había cosido unas fresitas de tela roja que emitían temblorosos destellos en cuanto uno se quedaba mirándolas. Era como si no se resignasen a seguir adheridas al mantel, como si nos lanzaran silenciosas llamadas de auxilio. También puedo ver las indómitas láminas de formica que, al igual que las fresas recortadas, se empeñaban en despegarse de los muebles de la cocina. Mi madre intentaba fijarlas con unas gotas de pegamento, pero los vapores de la comida penetraban en los intersticios y conseguían de nuevo levantarlas. Entonces tenía que venir mi padre, o mi tío César, a poner un clavito que estropeaba fatalmente la superficie veteada y brillante.