Marina
A finales de la década de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado con sólo cruzar el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historia y ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia. Fue allí, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugados de fábulas tramaron el decorado de esta historia.
Por entonces yo era un muchacho de quince años que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera.