Nunca seré como te quiero
Jacobo había pasado por la dársena de Maliaño a las nueve de la noche, pero el Gran Sol no había llegado todavía. Estuvo sentado un rato largo en el muelle, viendo cómo soltaban cabos los barcos de bajura y observando las maniobras de una pareja de arrastreros que regresaba del Suroeste de Inglaterra. El muelle estaba bastante vacío y alrededor de las farolas encendidas se apreciaban coronas brillantes de humedad que parecían ir descendiendo al suelo como aguanieve. La bahía se prolongaba a su izquierda en una lengua oscura y tranquila, más profunda cuanto más inmóvil, empujada por las luces lejanas y temblorosas de los diques de Astillero.