Las diferentes peripecias y relaciones que viven los clientes de los hoteles son un tema recurrente en la historia de la literatura y el cine. También en la LIJ, donde diversos autores han reflexionado sobre el particular ecosistema que se produce en lugares así o ambientado sus propuestas entre las habitaciones y el hall de los hostales. El laureado escritor zaragozano Daniel Nesquens ha vuelto a conseguir uno de los más importantes galardones concedidos por editoriales pertenecientes al subsector (el Premio Anaya), gracias a este crisol de estrafalarias y divertidas aventuras situadas en el hotel Eloísa, propiedad del abuelo de quien ejerce como narrador. La novela recoge, primero, la bella historia de amor que sirvió como génesis para que la Fonda Gaumont terminara convirtiéndose en el local actual y en el origen de la familia. Pero el corpus del relato lo componen las sucesivas aventuras y desventuras de una particular selección de huéspedes y objetos olvidados, vidas condensadas en un imaginativo cóctel, ilustrado con frescura por Bea Enríquez (aires del mejor cómic europeo y de Quentin Blake en su colorida propuesta gráfica); que el abuelo transmite a su nieto postrado en la cama de un hospital. En la trama subyacen, siempre con un toque de humor, temas como las relaciones intergeneracionales o el poder transformador del amor. La editorial ofrece una guía didáctica especialmente concebida para el ámbito escolar.
Las diferentes peripecias y relaciones que viven los clientes de los hoteles son un tema recurrente en la historia de la literatura y el cine. También en la LIJ, donde diversos autores han reflexionado sobre el particular ecosistema que se produce en lugares así o ambientado sus propuestas entre las habitaciones y el hall de los hostales. El laureado escritor zaragozano Daniel Nesquens ha vuelto a conseguir uno de... Seguir leyendo
Mi abuelo tenía un hotel
Mi abuelo tenía un hotel. El hotel se llamaba como mi abuela. O sea, su mujer. Para entrar, para acceder al hotel, había que subir tres peldaños de madera. Uno, dos y tres. Como un pódium olímpico, pero sin números, sin medallas, sin banderas, sin himnos. Cuando subías los tres escalones, cuando abrías la puerta, al final del pasillo, veías a mi abuela. Mejor dicho: un gran retrato de cuerpo entero de Eloísa. Era bellísima. No me extraña que mi abuelo se enamorase de ella nada más verla. A los pies del cuadro, pintado al óleo, había una maleta sin abrir. La maleta era de piel de vaca.