Las sombras de la caverna
La primera vez que vi a Rubén se hallaba sentado en uno de los últimos pupitres de aquella aula de altísimos techos en la que yo daba clases de bachillerato nocturno. Había cumplido dieciséis años, pero en un curso donde la mayoría de los alumnos rozaba los veinte, y dos o tres habían sobrepasado ya los treinta, su rostro barbilampiño y sus orejas despegadas destilaban una candorosa fragilidad. Muy pronto me di cuenta de que los sutiles encantos de la Lengua y la Literatura españolas apenas producían en él otro efecto que una visible somnolencia. Parecía incapaz de concentrarse en algo durante mucho tiempo y tenía una letra burda e infantil que basculaba progresivamente hacia el ángulo inferior de la página, como atraída por un pesimismo inevitable y magnético.