El niño que confundió a su prima con una manzana
Cuando Archibaldo de la Cruz tenía diez años, le pasaron varias cosas a la vez. En primer lugar, le habían mandado reposo porque acababa de salir de una enfermedad muy mala y necesitaba aire puro y mucho sol. Lo cual, para un niño inquieto como él, era como si se le hubiera venido encima la maldición de la momia, el alud de la muerte y posterior caída al pozo de las serpientes, todo junto. Segundo, las patillas de sus gafas nuevas se le clavaban en las orejas como si hubieran sido diseñadas por Fu–Man–Chú.