Septimus y el último alquimista
Snorri Snorrelssen guiaba río arriba su barcaza mercante, por las tranquilas aguas, hacia el Castillo. Era una tarde neblinosa de otoño y Snorri se sintió aliviada de haber dejado atrás las turbulentas aguas de la marea que bañaban el Puerto. El viento se había aplacado pero aún soplaba la suficiente brisa para inflar la enorme vela de la barcaza –que se llamaba Alfrún, como su madre y anterior propietaria– y permitirle pilotar con seguridad la barca mientras bordeaba la Roca del Cuervo y ponía rumbo al muelle, justo más allá del Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin.