Filipo y yo
Daniel tenía la nariz pegada al escaparate. Sus ojos castaños miraban fijamente una jaula en la que varios animalitos, buscando calor, se arrebujaban en torno a sus madres. No era la primera vez que se quedaba clavado ante la tienda, pero sí la más importante. Revolvió en el fondo del bolsillo derecho de su pantalón y contó con las yemas de sus dedos las monedas que allí guardaba. Entró en el comercio. El dependiente le miraba con una sonrisa franca, sincera. Sabía que, más que vender animales, premiaba ilusiones.