El mensajero
Mati estaba impaciente por acabar de una vez por todas con los preparativos de la cena. Quería cocinar, comer y marcharse. Le hubiera gustado ser ya adulto para decidir cuándo comer o si llegar a tomarse esa molestia. Había algo que necesitaba hacer, una cosa que le daba miedo. La espera no hacía más que empeorarlo. Mati ya no era un niño, pero todavía no era un hombre. A veces, al salir de la casa, medía su estatura apoyándose en la ventana. Hace tiempo sólo llegaba al alféizar, con la frente allí...