Cuando la vida en la ciudad subterránea de Las Ascuas empieza a resultar imposible, Lina y Doon, dos jóvenes amigos, consiguen hallar la salida al exterior y guían a su gente a ese mundo extraño y maravilloso lleno de peligros desconocidos. En busca de un lugar poblado, los habitantes subterráneos llegan a Sparks, un pueblo en el que se trabaja duramente para comenzar de nuevo tras lo que llaman el Desastre y donde se los acoge con recelo por tener que compartir lo poco que tienen. El gran peligro que amenaza la convivencia es que se vuelvan a cometer los viejos errores del pasado. Esta novela es la continuación de La ciudad de la oscuridad. Encuadrado en el marco de la ciencia ficción, el argumento logra captar el interés con la fuerza de lo verosímil, una tensión que se mantiene intacta hasta el final y la solidez de los protagonistas, conseguida a base de humanidad. Junto a la expectación y la emoción de la lectura, se abre paso una oportuna e inquietante reflexión acerca del mundo en que vivimos, de todo lo que tenemos y podríamos perder. A pesar de la desoladora posibilidad del punto de partida, esta es una historia de principios y esperanzas.
Cuando la vida en la ciudad subterránea de Las Ascuas empieza a resultar imposible, Lina y Doon, dos jóvenes amigos, consiguen hallar la salida al exterior y guían a su gente a ese mundo extraño y maravilloso lleno de peligros desconocidos. En busca de un lugar poblado, los habitantes subterráneos llegan a Sparks, un pueblo en el que se trabaja duramente para comenzar de nuevo tras lo que llaman el Desastre y donde se los acoge con recelo por tener que compartir lo poco que tienen. El gran peligro que amenaza la convivencia es que se vuelvan a cometer... Seguir leyendo
La gente de Sparks
Torren se encontraba en la linde del campo de coles el día que llegaron. Se suponía que tenía que recoger un par de ellas para que la doctora Hester hiciera la sopa esa misma noche, pero, como siempre, no le pareció mal divertirse un poco mientras tanto. Así que trepó por el molino, cosa que no podía hacer porque, según le advertían, podía caerse, o podían arrancarle la cabeza las aspas que giraban sin parar.