Viaje de ida
Un barco avanzando en la niebla. Ese podría ser mi primer recuerdo.
La sensación de flotar en la nada, entre el cielo y el mar; mi mano en la mano de mi madre, ella y yo solos sobre la cubierta del barco, en aquel mundo sin contornos. Yo tenía tres años. Cuando comenzó a hacerse visible el puerto, pensé que todo lo que veía me pertenecía. Me parecía natural que todo fuese favorable y mío, que las personas y las cosas estuvieran siempre dispuestas a complacer mis deseos y caprichos. Y no solo porque un hijo único de tres años es un pequeño rey absolutista, sino porque mis padres habían fomentado aquella fantasía con todos los medios a su alcance, que eran muchos.