El alma del bosque
La puerta de hierro se abrió y apareció un policía que se quedó estático bajo el marco unos segundos.
–Sal, muchacho, tienes una visita.
Emilio se levantó de la cama sucia que había en ese calabozo de la comisaría. Lo hizo con desgana, como se le hubieran interrumpido una actividad apasionante. El policía se retiró de la puerta para que él pasara.
–No me vuelvas a llamar muchacho –dijo al agente mirándole a la cara.
El policía era un hombre corpulento y sobrepasaba en altura a Emilio en varios centímetros. Aquella muestra de descaro, sin embargo, le hizo sonreír.
–Acompáñame.
Caminaron juntos por aquel pasillo oscuro, pintado de color grana hasta media altura.